Los habitantes de Macondo
no tuvieron necesidad de llorar, el cielo lloraba flores amarillas honrando la memoria de José Arcadio Buendía. Las primeras flores cayeron con la tarde, inundando con su aroma toda la región.
Esa noche el fundador de Macondo hizo una recorrida por el pueblo. Saludaba
desde lejos con la mano abierta y una sonrisa a todo aquel que se cruzaba o se
asomaba a la ventana. Se estaba despidiendo de la materialidad. Sus vecinos le devolvían el saludo y lo veían
alejarse entre las callecitas. Andaba como si estuviera bailando con el viento
y sonreía, disfrutaba del paseo que naturalmente finalizaría en el castaño. Su
aspecto seguía siendo el mismo y lo conservaría por el resto de la eternidad:
su pelo sucio, su rostro cansado y corroído por el tiempo. Sus ropas rotosas y
su mirada perdida se contradecían con las sensaciones más puras. Por primera vez en mucho tiempo se sentía vivo y los dolores comenzaban a abandonarlo.
Caminó toda la noche solo
hasta que con el primer rayo de sol, Prudencio Aguilar apareció en el camino de regreso. No dijeron una palabra en todo el viaje. Cómodos y
aliviados se acompañaron sin rencores por primera vez. Al llegar al castaño
Prudencio se despidió con una mirada. El ritmo de la casa había disminuido.
Todos sus integrantes deambulaban pensativos y aliviados. Transitaban un luto
blanco por José Arcadio Buendía, que desde el otro lado de la
muerte los acompañaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario