domingo, 21 de diciembre de 2014

Escena al azar


(tomada de Cacao, novela de Jorge Amado)

El sonido que la tabla de madera hacía al impactar en un cuerpo era algo cotidiano pero por primera vez  le erizaba la piel.

Por un instante el niño miró al coronel a la cara mientras este lo golpeaba. Lloraba dolorido y desconcertado. Su mirada buscó en silencio una explicación, por lo que los golpes le retumbaron a María en el cráneo con una fuerza que le invadía todo el cuerpo, su corazón se aceleraba con cada ofensa vociferada por su padre:

-¡Granuja! ¡Niño torpe! ¡Imbécil!


Miraba confundida como esas manos que tantas veces la habían acariciado impartían tanta injusticia, causaban tanto dolor:

-¡Ya verás lo que es bueno! ¡Se te van a ir las ganas de andar sin cuidado!

La tarde brillaba, tal vez por eso todo parecía más claro y aterrador, los gritos del muchacho la hacían estallar en  mil pedazos. El calor sofocante y la tierra levantada por los movimientos bruscos enviciaban el ambiente, lo volvían espeso. María fingía aprobación, apretaba los dientes mientras sonreía para no llorar y detestaba sigilosa a dios y a su padre. 

El Coronel castigaba al niño y  de paso a todos los que miraban, convirtiéndolos en cómplices, amedrentándolos, inmovilizándolos, clausurándolos. Todos los que eran concientes de la injusticia también eran incapaces de remediarla.

María deseaba que le tiempo pase rápido y se terminen los golpes, los ruidos fuertes, las mentiras, los gritos, el polvo, ese día. Por momentos cerraba los ojos y los sonidos le parecían diferentes, más secos y punzantes, entonces los abría rápido y parpadeaba, contenía las lágrimas, miraba al cielo y respiraba profundo, imaginaba que al inhalar le mandaba fuerzas al pequeño para que aguante un poco más y para que cuando crezca se revele, se vaya.

Los insultos y agravios se hacían extensivos a medida que los golpes cedían:

-¡Inmundos! ¡Sucios! ¡Muertos de hambre!
-¡Mal agradecidos! ¡Envidiosos! ¡Resentidos! ¡Vagos!
-¡Pecadores! ¡Indignos! ¡Diablos!

Con la mano izquierda sujetaba todavía al niño por la parte superior del brazo. Lo zamarreaba. Con la mano derecha movía la tabla y se dirigía  a la audiencia que  desesperanzada escuchaba y no reaccionaba.

-¡Inconformes! ¡Puercos! ¡Ratas!-

Los insultos culminaron con una orden de que salgan de su vista ¡ya! Porque no los quería ver más. El niño seguía llorando, aturdido y atormentado, entre los brazos de su madre que lo mecía con cuidado, y también lloraba.

El Coronel se acomodó el pelo, sonrió de costado y en tono festivo y prepotente indicó a aquellos a los que no consideraba unos puercos, que entraran a la casa.
María, mascullando media sonrisa, caminó con la mirada fija en la puerta. Escuchó hablar de lo rico que estaba el té y de lo mal que se portan las criaturas. Pensaba en la ceremonia que tenía por delante y en lo que había pasado en el patio. Silenciosa anhelaba que el tiempo pase rápido para seguir creciendo y alguna vez revelarse o irse de una buena vez lo más lejos de su padre, que en definitiva le jodía la vida a todos. Para ella la situación conservaba el mismo grado de violencia aunque los golpes, los gritos, el llanto, el polvo y los insultos habían cesado por completo.


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