Desde el ventanal puedo ver varias cuadras de la avenida y
mucho cielo. Es hermoso ver como la llovizna
lenta pinta la ciudad de plateado y vuelve el aire menos denso. Las gotas
ligeras y desorientadas bailan al ritmo del viento mientras cae la tarde y yo
la contemplo con una copa de vino en la mano. El viento forma espirales de
pequeñas partículas de agua que flotan en el aire y tardan en llegar al piso.
El vino es más dulce de lo que recordaba. Las estrellas como peces azules que
se escurren en la noche desparecen. A lo lejos una tormenta eléctrica proyecta
el cielo estremecido. Se oyen ruidos como ecos de cristales que se rompen. El
segundo sorbo es mejor que el primero, menos ácido. Las gotas ahora son más
ágiles, más veloces y ordenadas. El viento ya no las desvanece. Todo afuera se
moja. Pongo las palmas hacia arriba para que la lluvia me lave las manos y los
pensamientos. Me abrazo a su frescura. Otro trago me ayuda a entibiarme. Bajó
notablemente la temperatura.
Llueve y hay barcos de papel naufragando por los cordones de
las veredas; hay aves refugiadas en sus nidos, gente que se apura y árboles borrachos de lluvia que se inclinan
apuntando hacia el centro de la tierra. Hay peatones bajo techos y paraguas
volando.
Llueve y seguro que
en este momento en el que miro por la
ventana, en algún lugar hay parejas haciendo el amor desaforadamente
arrastrados también por el impulso de la tormenta. Por esta misma lluvia que desvalija
casas, escuelas, departamentos de policía, plazas, cines, centros culturales, supermercados
y todo lo que encuentra a su paso. Un sorbo largo. Ya perdí la cuenta, el
cuarto creo. Me lleno la copa casi vacía.
Un río turbulento inunda la avenida y pronto la desborda.
Todo afuera se moja aturdido, está seco donde estoy. La lluvia no cesa. Diluvia.
Que bueno tener vino y tener casa. Que destino afortunado no inundarse. Las gotas caen repetidas, multiplicadas,
pesadas. Se sumergen decididas en el caudal que crece: repta por debajo de las
puertas y entra por las ventanas con la
fuerza de un tropel. Me siento mareada. No se si es el vino o la culpa de vivir
en las alturas, seca y no abajo en el mundo anfibio, lleno de barro y óxido.
Contemplo junto a la copa – la tercera- esta feroz noche de lluvia copiosa que destruye a
su paso integridades y arrastra cuadernos, autos, árboles borrachos, aves
muertas, hojas secas. Arrastra hermanas, tíos, padres de familia con sus hijos:
futuros sobrevivientes de letras amarillas. Arrastra pelotas, libros, recuerdos
en blanco y negro, comida, zapatos, animales.
Tempestades que hostigan nuestras almas, fenómenos climáticos, casas embarradas
a las que le salen hongos y le crecen enredaderas, ropa mojada, pesadillas. Tiempos
posmodernos de pantallas y grabaciones repetidas hasta el infinito igual que las
gotas que como celdas irrumpen
golpeándose en el pavimento y repitiéndose. Una misma multiplicada. Miles, sin
sentido. El dolor ajeno y el propio me lastiman. Casi todo me entristece
y también, casi todo me da esperanzas. No hago más que tomar vino y dejar caer
la lluvia.
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